La realidad nos parece estable y nuestros sentidos confiables hasta que nos topamos con los fenómenos ópticos que parecen sembrar la semilla de la duda en tierra firme. Una vara pierde su estructura al verse distorsionada en un estanque; es recta afuera y quebrada donde rompe la superficie del agua. Muchos pintores se han visto fascinados por esta volatilización de la rigidez. Un cuerpo deshilacha su anatomía ante la refracción del agua. Hockney hizo toda una serie de piscinas bajo este embrujo. Jacobo Borges jugó entre la figura y la abstracción en unos caldos de puro color que diluían los cuerpos. Un contemporáneo de Bernardo, Carlos Vargas Pons, está armando una obra entre el hiperrealismo y el expresionismo abstracto pintando, agua. Bernardo Calderón se ha sumergido en estos mismos problemas que son los de la pintura. Ésta es líquida, viscosa, fluida, escurridiza, salpica, se retuerce y finalmente, se seca. El color vibra y al hacerlo está en constante movimiento. Heráclito y su río como patronos de la pintura.

Los cuadros de Bernardo están empapados de una sabiduría que fluye de muy atrás. El río de la pintura la impulsa y en la frescura de su factura valida la captura de una imagen que el movimiento, el tiempo y la vida de otra manera se llevarían. Éste siempre ha sido el reto en la creación de una obra: fijar el instante, cargarlo de sentido y de historia para que se mantenga más allá de la isla del momento. Yo estoy convencido que en Bernardo Calderón estamos viendo la lenta, frágil y misteriosa génesis de una obra, sólida en su fluidez y firme en su asimilación del pasado y riesgo ante el futuro. El río que escuchamos correr es el de la pintura.